jueves, 14 de noviembre de 2013

Capítulo 4





 En los últimos días Miguel había notado algo diferente en Emma. Desde siempre lo había considerado un sujeto tranquilo, callado y hasta distraído, al punto que había que decirle dos veces las cosas, pero simpático a fin de cuentas. Sus otros compañeros no veían bien su afán de aislarse en los recesos para ir a escuchar música o hacer quién sabe qué en el Anon. Al principio llegaron a tomárselo como una ofensa personal cuando lo único que el muchacho hacía era negarse a participar de las actividades después del trabajo. Nadie entendía cuál era su problema. ¿Qué se creía?


Él es así, les decía Miguel, antes de que por alguna razón desconocida las invitaciones a beber o comer fuera comenzaran a escasear también para él. En una ocasión llegó a molestarse en serio con uno de los chicos, Mort, porque decía que el tipo debía ser uno de esos asexuados que estaban naciendo ahora, fallado en el cerebro para entender lo que era socializar con la gente. Aparentemente él le había preguntado, de lo más amable, qué estaba escuchando con los auriculares puestos y Emma, sin apenas mirarlo, le dio la espalda por toda respuesta. Eran ellos tres una mañana. Mort no tenía con quién más sincerarse que con Miguel y lo aprovechó a gusto, revelando que el desagrado venía acumulándose desde el primer rechazo. Lo llamó raro, pendejo electrocutado, pelotudo de mierda, hijo de puta creído, antes de que Miguel se decidiera a abrir la boca también.

-Él es así nada más. Tampoco es para tomárselo tan así.

-No, algo está mal con ese pibe. ¿No has visto esos gestos que hace de repente, como si algo le estuviera doliendo? Y de pronto pone unas caras raras, como si nos estuviera mandando a la mierda, pero como no dice nada y se va se supone que nosotros nos lo tenemos que tragar como pendejos. Pero que se vaya a la mierda él, carajo. Si no es un boludo...

Miguel intentó frenarlo recordándole que Emma nunca le había hecho nada, y si a veces se sentía mal que lo dejara, total, ¿qué le afectaba a él?

-¡Pero si se siente mal todo el tiempo! No, para mí que ese se hace nada más por joder.

Si eso era así o no careció de importancia. Para Miguel los ataques sonaron injustos, y punto. Después de todo, con él Emma nunca había sido áspero, cortante o siquiera grosero. Respondió acorde a ese conocimiento, disgustando todavía más a Mort. Cuando los volvieron a llamar para atender las mesas, Miguel acabó recibiendo una mirada que le dejó muy en claro que, por lo que a respectaba a Mort y sus amigos, podía olvidarse de más socialización afuera. Sintió una punzada de remordimiento, porque la había pasado muy bien en las anteriores salidas, sucedidas hacía casi dos meses, pero esta fue breve. Que se jodieran.

Pensaba originalmente guardar el incidente para sí mismo u olvidarse de él como algo sin importancia. Pero apenas tuvieron un receso juntos en la sala de recarga, los dos sentados en extremos opuestos del sofá frente a la pantalla, las palabras sólo salieron de sí, casi desesperadas por llenar el silencio.

-¿Sabés qué es lo que dicen los otros de vos, no?

-No, ¿qué cosa?

-Nada, más que nada pendejadas. ¿Por qué no hablás con ellos más seguido? No tenés por qué irte todo el tiempo si nadie te corre.

Emma se rascó la nuca viendo la pantalla. Tenía una pierna subida al sofá y un brazo encima de la rodilla. La camisa blanca dejaba ver la figura delgada de su cuerpo. Se fijó de nuevo en el verde de sus ojos, como nublados o lejanos en el espacio. Un precioso color que ya nadie tenía a menos que fuera artificial. Apretaba los dientes, tensando la mandíbula. El gesto lo hacía ver casi hostil, pero a Miguel sólo le decía que estaba teniendo uno de esos días malos, así que naturalmente no quería que lo jodieran. Todos tenían días malos en los cuales no querían ser jodidos.

-Ya sé que no -dijo Emma-. No es por eso. Es que no me sale estar con mucha gente.

-Che, si les hablás de música por ahí alguno enganchas.

-No, no importa. Está bien. No es la primera vez que escucho esas cosas. Si es lo que piensan entonces no hay nada que pueda hacer para cambiar su opinión, incluso si voy de todo amistoso con ellos.

-Y bueno, pero tampoco te haría daño.

Emma murmuró algo entre dientes que Miguel fingió no escuchar en lo absoluto, aunque la verdad ni siquiera estuvo seguro de haberlo oído bien. Le sonó a "sí lo haría." Fuera lo que fuera, el modo en que su amigo lo dejó salir lo disuadió de seguir en el tema.

La indiferencia acabó reemplazando a la desaprobación entre sus compañeros. De ahí que Miguel fuera el primero en notar la diferencia. Le tomó un tiempo caer en cuenta de en qué consistía, pero en cuanto lo hizo ya no fue posible omitirlo. La tensión secreta de sus músculos dejó de funcionar como si nunca hubiera existido. Sus movimientos tenían una despreocupación y ligereza nuevas. Estaba mejor, mucho mejor que antes, decía.

En otras circunstancias le habría alegrado el hecho. No sabía qué era exactamente lo que le tenía mal antes, pero sin duda era algo constante y tener que librarse de ello debía ser motivo de celebración con todas las de ley. Sin embargo Emma, igual en ese sentido, se negó a una cita para beber después de su turno.

-Ya he quedado en hacer otra cosa, perdoná -le contestó mientras los dos estaban al frente del restaurante, esperando a que el tráfico se detuviera.

Acababan de salir del turno de mañana y el cielo presentaba un apacible tono verdoso. Miguel dio cuenta de otra diferencia: Emma apenas hacía contacto visual.

-¿Qué vas a hacer? -preguntó.

-Al cine -dijo el otro, sonriendo-. Tengo la entrada reservada desde hace un montón. Me muero por verla.

-Me jodes. ¿Cómo podés ir todavía al cine?

A él se le hacía una idea difícil. Habiendo tantos dispositivos disponibles para imitar la experiencia del cine ¿qué necesidad había de gastar tanto crédito para una sola película?

-Hace mucho que no voy -agregó Emma como si eso fuera motivo suficiente.

Parecía bastante ilusionado con la perspectiva, de modo que Miguel decidió dejarlo. No se dio cuenta de que su amigo estaba observando al otro lado de la calle hasta que recibió sólo silencio en respuesta a su comentario sincero.

-Lástima. Me hubiera venido bien la cerveza -Lo vio. Su postura había cambiado a una atenta-. ¿Qué miras?

Pero no hizo falta que Emma le respondiera porque, tras pasar un automóvil volador fucsia, lo vio por sí mismo.

-El tipo del libro -dijo, reconociendo el peinado anticuado y las lentillas rojas. Si no fuera por esos dos detalles nunca lo hubiera diferenciado de entre el resto de los clientes que iban a La Cacerola. Hizo la conexión entre la mirada de Emma y el hombre trajeado que esperaba en la esquina-. Ah, ¿con él vas a ir? Qué buen trepador has resultado vos.

Porque si por la ropa sola hablaba, el tipo tenía que salir del centro. Algún ejecutivo de algún tipo. Emma no le respondió. Tuvo la impresión de que sus palabras ni siquiera le habían llegado. Bueno, eso seguía igual por lo menos. La ola de automóviles se detuvo finalmente. Hubo un momento de paralización. El hombre los vio al mismo tiempo y levantó la mano, afable.

-Nos vemos después -dijo Emma, rozándole la mejilla con los labios.

-Chau, loco. Cóbrale bien a la mañana.

-Vete a la mierda -le respondió, volteándose.

A continuación se metió en medio de los vehículos hasta llegar al otro lado. Miguel todavía tenía que esperar a que lo buscaran sus padres, de modo que se quedó a ver el curioso encuentro. ¿De qué manera se habrían conocido? El hombre puso una mano en el hombro de Emma, guiándolo a otro sitio. Quizá uno más privado. A lo mejor si estaba cobrándole.

Suponía que estaba bien. Había peores maneras de ganar crédito.

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No protestó por el gesto de inmediato. Él tampoco quería que Miguel los viera. En cuanto pudo echar una mirada por sobre el hombro sin vislumbrar a su compañero, se soltó de la mano enguantada.

-¿Qué estás haciendo aquí? Todavía me queda un día.

-Es un gusto verte también, Emmanuel -respondió el otro apenas sonriendo.

Emma casi había olvidado su forma de hablar. Hacía que la conversación tuviera un tono de irrealidad desagradable. Le hacía pensar en amigos virtuales de programas de computación baratos.

-Pará un poco con la joda. ¿Qué querés?

-Muy bien -aceptó, encogiendo los hombros-. Llegados a este punto te habrás dado cuenta de que el precio de la pastilla es un poco diferente de lo usual. Tu crédito está perfectamente a salvo, y podrás disponer de las pastillas que quieras siempre que cumplas ciertas condiciones.

Emma cabeceó, la vista fija en la acera. Durante el fin de semana había tenido tiempo de entender la forma superficial del asunto, la parte que le competía al menos, y asimilar sus consecuencias.

-¿Va a ser de nuevo como el tipo de la tele o ese fue un caso especial?

Lilliand se le quedó viendo unos segundos.

-Así que lo viste -dijo con calma.

-De pura casualidad, pero sí, lo vi -Detuvo sus pasos. Lilliand continuó un poco y luego se giró-. ¿Y bien? ¿Esto va a empezar a ser habitual o fue cosa de una sola vez?

-No puedo decir que sea siempre igual, pero sin duda no será el último. Sin embargo -agregó, acercándose-, no puedo forzarte a tomar ninguna acción. Depende de ti continuar o no con esta empresa.

El zumbido de los automóviles a su costado, de nuevo en movimiento, reemplazó al silencio.

-Si digo que no me interesa aquí se acabaría todo, ¿no? Eso dijiste la otra vez. Y chau pastillas.

-Así es -dijo el otro con una voz tranquila y pesada.

Como una computadora. Emma irguió la cabeza. No era en lo absoluto complicado entender por qué Miguel podía suponer que se le vendía. Ni siquiera ahora a Emma se le hacía comprensible el por qué no era así.

-Explícame algo, que no entiendo. ¿Por qué no lo hacés vos? Si la querés a esa gente muerta no veo para qué hace falta esto.

-Necesito que sean personas como tú quienes lo hagan.

-¿Como yo? -dijo, casi mofándose-. ¿Y cómo sería la gente como yo? ¿Los que apenas tienen para vivir? Eso es una mierda aprovechada, boludo.

-No, gente que necesita la pastilla -Lilliand lo miró directo. Emma no supo interpretar qué había más allá del rojo, pero de alguna manera le pareció más oscuro que antes. Le puso incómodo-. No puede ser de otra manera. ¿Puedo contar contigo, Emmanuel?

-Dejá de llamarme así -fue lo primero que salió de sus labios. Quizá lo único que podía hacer mientras se le ocurría qué responder a la verdadera cuestión-. No me gusta.

-Ese es tu nombre -repuso Lilliand, confundido.

-Soy Emma -Suspiró, cruzando los brazos-. Si vamos a seguir con esto, decíme Emma.

-De acuerdo. Emma -dijo Lilliand, asintiendo para sí. Frunció el ceño-. Es curioso. Las únicas Emmas que he conocido han sido mujeres.

-¿Y qué querés que haga si siempre me han llamado así?

-Entiendo -Lilliand se hizo a un lado de la acera, dándole la espalda al tráfico. Los autos voladores agitaron un poco el final de su larga chaqueta negra, haciéndola abrazarse a las piernas-. ¿Continuamos entonces?

Mañana iba a empezar a desvanecerse el efecto. No tenía otra opción. Emma se puso a la par del otro hombre y comenzaron a caminar. Al pasar de largo la calle que los conduciría al subterráneo, cayó en cuenta de algo.

-¿Para dónde estamos yendo?

-La estación de ómnibus -dijo Lilliand sin volverse-. Tenemos que tomar el que sale a las 3. El siguiente objetivo está ahí.

Emma quiso preguntarle si era adrede esa forma de hablar como máquina, llamando a la gente "objetivos" pero acabó prefiriendo cerrar la boca. Por lo que él sabía Lilliand bien podía ser un androide. ¿No decían que en China e Inglaterra se calculaban tres robots por cada habitante? Los mayores productores, una afiliación de Anonymous, se enorgullecían de imitar cada vez mejor a los seres humanos. Quizá él fuera uno de esos orgullos ambulantes. En todo caso había algo en el rubio que no acababa de encajar y no era sólo por la generosa cantidad de preguntas sin respuesta, ni siquiera la pronunciación perfecta sin acentos innecesarios. Era algo... como el dolor de cabeza generado por la escritora. Existía, obviamente, pero ponerle palabras precisas y concretas iba más allá de su capacidad.

Dejó que lo guiara hasta la estación en silencio y luego pagara dos boletos con su propia tarjeta. La hora pico había pasado y no muchas personas tomarían el transporte con ellos. Para lo que sea que fueran a hacer ahora esa sin duda sería una circunstancia conveniente a sus fines. Buscaron un asiento en el segundo piso. Las sillas inteligentes, sabiendo que venían como acompañantes, se acercaron la una a la otra. Emma se preguntó si un cono de silencio doblemente grande saldría del techo si lo convocaban. Nunca había estado en el segundo piso. Excepto porque ahí el techo era una representación del mar azul (con sus propios peces flotantes), no era tan diferente del inferior.

Al sentarse, Lilliand volvió a colocar el portafolio sobre sus piernas. Emma se acomodó en el lado que daba a la ventana y vio los edificios pasar. Hubiera preferido echarse a disfrutar de ese espectáculo, pero sabía que iba a ser imposible. El "objetivo" esperaba. Curiosamente una parte de sí agradecía la presencia del rubio. La última vez había estado y se había cagado del miedo pensando que cualquier fuerza de la autoridad se le caería encima. Casi fallaba en la tarea porque no tenía idea de qué estaba haciendo ni para qué. Ahora por lo menos tenía una idea del para qué. Lo que no quería decir que le gustara, pero era mejor que antes.

Lilliand se enderezó en su asiento, elevando el mentón sobre el nivel de los asientos. Estaba buscando a alguien y aparentemente no le costó mucho encontrarlo. Emma abandonó la pose relajada, imaginando lo que seguía.

-¿Ves a aquel joven que consulta su teléfono celular?  -preguntó, señalando con la barbilla.

"¿Quién mierda dice teléfono celular en lugar de Anon?", pensó Emma. En la dirección en que Lilliand apuntaba había tres hombres. Todos con las cabezas inclinadas sobre la pantalla en sus manos, ninguno con conos de silencio.

-¿Cuál?

-El del centro -Emma lo encontró.

Ese parecía ser el más cercano a su edad. La ropa deslumbrante de marca y el hecho de que llevara puestos unos lentes de conexión bluetooth lo distinguían rápidamente. El joven seleccionó algo en su aparato, encendiendo las luces azules en sus lentes antes de ver al frente sin mirar nada. Debía estar revisando sus cuentas en las redes sociales, o al menos lo permitían suponer los gestos de estar escribiendo comentarios que hacía en el aire. Se estaba sonriendo por la imagen que sólo él recibía.

-Ya. ¿Qué pasa con él?

-Tiene la mochila a un lado de su asiento -le indicó Lilliand-. Tráela aquí.

-¿Estás piolo vos? -saltó Emma. Volteó a los dos rincones a sus espaldas, cada uno con su propia cámara de seguridad de vista panorámica. Quienes las estuvieran controlando podrían ver el salón entero de una sola vez-. Sí, estás piolo si pensás que voy a hacerlo.

-Esas cámaras llevan semanas inutilizadas -dijo Lilliand plácidamente-. Un hacker ocioso se metió en el sistema y las apagó. Nadie se ha molestado en repararlas hasta ahora. Los únicos testigos potenciales son el resto de los pasajeros, pero yo diría que están muy ocupados para prestarte alguna atención.

Emma volvió a inspeccionarlas. Desde esa distancia parecían estar funcionando normalmente pero ¿el qué sabía? Sus mayores conocimientos de tecnología terminaban con el uso de los bunnys.

-¿Y cómo sabes que no las han reparado desde entonces?

-El mantenimiento de los ómnibus no se realiza hasta el final de su turno, a la medianoche. Lo he comprobado esta mañana -Lilliand empezó a sacar su tarjeta de crédito. Emma recordó la impresión que le causó ver que era una platino, reservada sólo para gente que podía permitirse vivir en pleno centro. Se sorprendió al ver que el nombre escrito en relieve no era el del rubio-. Se lo quité a un ladrón que había robado aquí. Como ves, a ninguno de los dos nos cayó alguna represalia.

-Hijo de puta... -dejó escapar Emma.

De pronto quiso reír y se tapó la boca. Definitivamente no se había esperado eso. Lilliand se sonrió.

-De modo que no habrá problema si te acercas y la tomas -concluyó, guardando su botín.

Emma miró a los otros pasajeros. En total no formaban más de ocho, contándolos a ellos, y parecían concentrados en sus propios asuntos.

-¿Y si me atrapan qué? -preguntó, todavía inquieto-. ¿Me jodo yo, no?

-Si te llegan a ver, cosa que no creo, te ayudaré.

No le creyó ni por un segundo. Lo dejaría a su suerte porque, naturalmente, él era el único que tenía todo por perder. Él era el de la necesidad y esa era la demanda. Uno no sucedería sin lo otro. Si quería la bendita pastilla...

-Bien.

Jamás había robado antes. Imaginaba que en el peor de los casos le darían a pagar una multa por tentativa de robo. Ignoró el latido palpitante en sus manos y la súbita sensación de calor subiendo por su rostro. ¿Qué tan difícil podía ser? Miles de robos se sucedían a diarios, ¿no? Sólo se trataba de una mochila que de todos modos nadie estaba mirando. Podía hacerlo.

Se levantó, sintiéndose mareado. Miró a Lilliand una última vez y este no encontró mejor forma de adelantarlo que cruzar las dos manos sobre su regazo, como si dijera "aquí espero." Hijo de puta. Emma inhaló y respiró. Comenzó a caminar manteniendo la vista fija, quizá demasiado fija, en la cabeza del joven con lentes. Ahora se reía en un tono bajo, privado, de algo que leía en el aire. Las zapatillas camaleón, brillantes y de rígidas formas geométricas raspaban ligeramente la alfombra sobre la cual se arrastraban en un secreto ritmo. Tenía puestos también un par de auriculares inalámbricos. Parecía un simple joven con un buen crédito pasando el tiempo hasta llegar a destino. Para nada como el hombre de la corbata estrellada, consumido y gastado a primera vista. ¿Por qué lo habría escogido Lilliand entonces?

No tenía tiempo de preguntar esas cosas. La mochila estaba en el suelo, a centímetros de sus pies. Se inclinó, incluso antes de acercarse al respaldo del asiento. Sólo tenía ojos para ella. Estaba seguro de que si los apartaba, aunque fuera un miserable segundo, para asegurarse de que nadie le prestaba atención activaría alguna clase de alarma y sería su fin. Estiró la mano, consciente de que podía escuchar el tema musical por el que el joven bailaba sin moverse y no se oía a sí mismo porque apenas respiraba. Cuidado, cuidado.

Su mano envolvió suavemente el contorno de una de las agarraderas. Por un momento quiso retirarla de un tirón, pero retuvo ese impulso. La mochila podía rebotar en el asiento o el movimiento alertar al... objetivo. Lo mejor era arrastrarla hacia atrás hasta que saliera del alcance del joven y luego alzarla. Así lo hizo, pendiente de la alegría y distracción ajena en el asiento. Se enderezó con la mayor naturalidad posible, colgándosela al hombro. Quedó de pie con la mochila robada, esperando que alguien saltara, le pusiera la mano en el hombro y dijera "¿qué andás haciendo, pibe?"

Apenas se oía el sonido vago de unas teclas siendo presionadas. Poing, poing. En un volumen bajo. Sin duda el joven no se había enterado de nada. Vio a su alrededor. Nadie se había enterado de nada. Perfecta calma en el ambiente. Sólo la mirada burlona de Lilliand como único reconocimiento a su existencia. Se ajustó nuevamente la mochila, percibiendo el peso ligero, antes de encaminarse a su asiento. No se la quitó de encima al llegar: se dejó caer en su lugar con todo su peso, respirando fuerte, aplastando el contenido contra su espalda. Limpió confundido unas gotas de sudor frío en su labio superior.

-Ábrela -dijo Lilliand, pasados unos segundos. Emma le escupió aire por la nariz antes de realizar la acción-. Adentro debe haber una laptopt -Sí, la había. Una tan delgada que parecía una tablet cualquiera, ligera y de suave tacto, como goma peluda, a prueba de golpes y resistente a un gran peso. Estaba decorada con un motivo del espacio exterior, con vistas de planetas naranjas y rojos. El símbolo de la mosca negra estaba en un costado superior-. Abre la ventana y arrójala por ahí.

-¿Para eso me hiciste tomarla? -le preguntó entre susurros, aunque Lilliand hablaba en su tono normal-. ¿Para perderla nada más?

-Ese es el plan.

-Estás piolo -se empecinó Emma, abriendo la ventana aun así.

 El cristal se deslizó suavemente siguiendo su dedo. Esa parte era más simple. ¿Cuántas veces la gente se deshacía de la basura de esa manera, pese a los recogedores que pasaban limpiando la alfombra a su paso? Le dio un poco de pena el aparato, pero finalmente lo dejó ir con una sensación de alivio. Un auto iba a estrellarlo, capa protectora o no, o impactaría contra el suelo. De cualquier modo ya no era su problema.

Cerró la ventana y volvió a sentarse. Reconoció las palpitaciones en sus sienes como el principio de la jaqueca y apretó los párpados, las manos, rogando porque sólo quedara en el principio. No podía venirle de vuelta. No después de lo que acababa de pasar. Un día libre, un día libre para ir al cine por primera vez en mucho tiempo y pasarlo bien. Era su recompensa.

Abrió los ojos, viendo doble por unos segundos y luego al piso tal como era, silencioso y tranquilo a esas horas generalmente reservadas a la siesta. Ya podía volver a respirar. Levantó una mano para apartarse el cabello negro de los ojos cuando se dio cuenta de que la mochila había desaparecido. Miró a su costado a tiempo de ver a Lilliand cerrando su portafolio. Ese portafolio negro lleno de secretos como su dueño.

-¿Es cierto que tenés un libro? -preguntó de pronto.

Se le acaba de presentar la imagen de Julia queriendo pescar una visión más clara de lo que tenía definido por verdadero. Un libro de papel, no un ebook con cubierta de libro.

-No sé a cuál te refieres.

-Libro, en el sentido arcaico de la palabra. De una sola historia, papel y tinta. Una compañera del restaurante dice que te vio con uno.

-No suelo cargar libros conmigo -dijo Lilliand, inclinándose a un lado para llegar a un bolsillo de su abrigo. Estuvo rebuscando ahí unos segundos hasta sacar un pequeño rectángulo negro-. ¿Es posible que se refiriera a eso?

Al principio Emma quiso tomarlo por un organizador blanco dentro de una anticuada funda negra, pero la cinta de seda negra colgando debajo desbarató ese engaño. Se trataba de una libreta en perfectas condiciones, hojas rayadas formando una docena de líneas oscuras.

-¿Qué carajo hacés? -soltó entre dientes, tirándole la mano hacia abajo con la suya. Comprobó a las personas. Seguían indiferentes a cuanto sucedía entre ellos-. ¿Pero qué mierda te pasa a vos? ¡No podés andar mostrando papel de verdad por ahí! ¡Te van a matar para robártelo!

La cara de Lilliand no podía haber mostrado mayor perplejidad.

-¿De verdad la situación es tan mala aquí? -preguntó, frunciendo el ceño-. En Italia las libretas costaban una fortuna, pero la gente las usaba libremente.

-Italia es Italia, aquí es aquí -dijo, acelerado. Cayó en cuenta de adónde exactamente tenía su mano y la sacó de ahí-. Haceme caso y guardá esa cosa si no querés problemas.

Lilliand puso la libreta en un bolsillo interior de su chaqueta, cerca del pecho, lo más cerca posible de sí mismo para evitar asaltos. Bien, al menos sabía cuidarse solo puesto sobre aviso.

-Mierda, vos... -dijo Emma, revolviéndose el pelo. Sacar la libreta así por las buenas había sido como ver a alguien sacar un arma cargada y apuntar a su cabeza-. ¿Hace cuánto que no venías a Argentina vos? Desde hace tiempo que el papel es un imposible.

-Veinte años, más o menos.

Un año más o menos antes de que él naciera.

-Con razón, boludo... -Suspiró.

Para su sorpresa, Lilliand imitó su exhalación.

-Algunas cuestiones se me siguen escapando.

Emma se negó a pensar lo obvio: que eso parecía frase de androide. Se negó a hacerlo porque ¿qué más daba, realmente? En vista de lo que le pedía a cambio de un pequeño milagro blanco ¿a quién mierda le importaba?

-No importa -dijo para calmarlo. Apoyó ambos brazos sobre las rodillas. Miró al joven de los lentes. Todavía en lo suyo-. ¿Me vas a decir para qué carajo hemos hecho eso o qué?

Lilliand no le respondió de inmediato. Quizá vacilaba entre revelarle ese hecho o dejarlo como misterio. Al hablar su voz tenía el dejo de aburrimiento de quien se resigna a un constante mal clima.

-Su nombre es Julio Benítez. Tiene una relación de enfermiza dependencia hacia sus aparatos electrónicos. Ya no puede ver nada a menos que lo haga a través de una pantalla o formación holográfica.

Emma se quedó en silencio. No le veía nada diferente al tal Julio respecto a cualquier chico con crédito para pagarse los aparatos. Si gastaba en ellos y le causaban satisfacción encontraba de lo más natural que quisiera usarlos. Pero, una vez más, ¿qué podía él saber de lo que pasaba cuando hacía algo más que estar sentado en el ómnibus, ni siquiera pendiente de lo que sucedía al lado? Quizá Lilliand, con esas investigaciones que ya le ponían los pelos de punta, había pescado la nota discordante como ya lo hizo con el hombre de corbata estrellada. Mejor olvidarse de ello.

Había cumplido con su parte. Ahora nada de lo que sucediera con ese chico le concernía.

-¿Qué haces con la libreta? -preguntó apartando la mirada.

Lilliand le dirigió una sonrisa irónica. Emma se encogió de hombros. Era una pregunta válida. Nunca había conocido a nadie que fuera dueño de un pedazo de papel sólido y real. Sólo los había visto en las vidrieras de tiendas de antigüedades, junto a modelos antiguos de teléfonos antes de Anonymous y pinturas de cielo azul. Incluso el papel para envolver regalos no era tal sino una cuidadosa unión de microchips de colores programables.

-Anotaciones. Me sirve para recordar.

-Vos... ¿escribes en esa cosa? -Le sonaba a usar bloques de oro para detener ventanas. Raro-. ¿Por qué no usas el Anon para eso?

-No tengo un Anon -repuso Lilliand, tan pancho, a ojos de Emma.

Él no podía creerlo.

-¿Cómo es eso de que no tenés Anon? ¿Cómo le haces?

-No es ninguna hazaña. Es sólo que preferí prescindir de ellos cuando otro hacker ocioso espió en mis archivos y decidió eliminarlos. Con una libreta al menos estoy seguro de que eso no pasará a menos que me la quiten de las manos.

-No habrás tenido un buen programa de respaldo -dijo Emma, sintiendo que debía defender la utilidad de un Anon- o un buen antivirus para empezar. Podrías haber descargado uno mejor.

-Entonces un mejor hacker habría salido a escena. Prefiero no arriesgarme. Esos archivos que perdí significaban varios años de trabajo.

-¿Trabajo como esto que hacemos? -preguntó a continuación, casi deseando no saber la respuesta.

Lilliand se tomó unos segundos para contestar con simpleza, como si no tuviera mayor importancia.

-Relacionado, sí.

Emma se echó atrás en su asiento. Todavía tenía preguntas que hacer respecto a desde hace cuánto tiempo llevaba trabajando de esa manera, cuántas personas como él necesitadas de los inhibidores hubo, pero mantuvo la boca cerrada. Suficiente tenía con procesar su primer robo. Pasó el resto del viaje observando el techo.

1 comentario:

  1. Algo que siempre me ha gustado es el choque de generaciones tan evidente entre Emma y Lilliand. Me hace demasiada gracia la estupefaccion de Emma cuando el otro le dice tan pancho que no dispone de la sofisticada tecnologia (anons, laptops, etc) y creo que francamente este es un detalle genial para construir de a poco la caracterizacion de ambos: Lilliand como un caballero old fashioned y Emma como el tipico jovencito moderno que se escandaliza al ver las antiguedades.

    Excelente relato :3 siga adelante!

    Un besote!

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