En los últimos días
Miguel había notado algo diferente en Emma. Desde siempre lo había considerado
un sujeto tranquilo, callado y hasta distraído, al punto que había que decirle
dos veces las cosas, pero simpático a fin de cuentas. Sus otros compañeros no
veían bien su afán de aislarse en los recesos para ir a escuchar música o hacer
quién sabe qué en el Anon. Al principio llegaron a tomárselo como una ofensa
personal cuando lo único que el muchacho hacía era negarse a participar de las
actividades después del trabajo. Nadie entendía cuál era su problema. ¿Qué se
creía?
Él es así, les decía Miguel, antes de que por alguna razón
desconocida las invitaciones a beber o comer fuera comenzaran a escasear
también para él. En una ocasión llegó a molestarse en serio con uno de los
chicos, Mort, porque decía que el tipo debía ser uno de esos asexuados que
estaban naciendo ahora, fallado en el cerebro para entender lo que era
socializar con la gente. Aparentemente él le había preguntado, de lo más
amable, qué estaba escuchando con los auriculares puestos y Emma, sin apenas
mirarlo, le dio la espalda por toda respuesta. Eran ellos tres una mañana. Mort
no tenía con quién más sincerarse que con Miguel y lo aprovechó a gusto,
revelando que el desagrado venía acumulándose desde el primer rechazo. Lo llamó
raro, pendejo electrocutado, pelotudo de mierda, hijo de puta creído, antes de
que Miguel se decidiera a abrir la boca también.
-Él es así nada más. Tampoco es para tomárselo tan así.
-No, algo está mal con ese pibe. ¿No has visto esos gestos
que hace de repente, como si algo le estuviera doliendo? Y de pronto pone unas
caras raras, como si nos estuviera mandando a la mierda, pero como no dice nada
y se va se supone que nosotros nos lo tenemos que tragar como pendejos. Pero
que se vaya a la mierda él, carajo. Si no es un boludo...
Miguel intentó frenarlo recordándole que Emma nunca le había
hecho nada, y si a veces se sentía mal que lo dejara, total, ¿qué le afectaba a
él?
-¡Pero si se siente mal todo el tiempo! No, para mí que ese
se hace nada más por joder.
Si eso era así o no careció de importancia. Para Miguel los
ataques sonaron injustos, y punto. Después de todo, con él Emma nunca había
sido áspero, cortante o siquiera grosero. Respondió acorde a ese conocimiento,
disgustando todavía más a Mort. Cuando los volvieron a llamar para atender las
mesas, Miguel acabó recibiendo una mirada que le dejó muy en claro que, por lo
que a respectaba a Mort y sus amigos, podía olvidarse de más socialización
afuera. Sintió una punzada de remordimiento, porque la había pasado muy bien en
las anteriores salidas, sucedidas hacía casi dos meses, pero esta fue breve.
Que se jodieran.
Pensaba originalmente guardar el incidente para sí mismo u
olvidarse de él como algo sin importancia. Pero apenas tuvieron un receso
juntos en la sala de recarga, los dos sentados en extremos opuestos del sofá
frente a la pantalla, las palabras sólo salieron de sí, casi desesperadas por
llenar el silencio.
-¿Sabés qué es lo que dicen los otros de vos, no?
-No, ¿qué cosa?
-Nada, más que nada pendejadas. ¿Por qué no hablás con ellos
más seguido? No tenés por qué irte todo el tiempo si nadie te corre.
Emma se rascó la nuca viendo la pantalla. Tenía una pierna
subida al sofá y un brazo encima de la rodilla. La camisa blanca dejaba ver la
figura delgada de su cuerpo. Se fijó de nuevo en el verde de sus ojos, como
nublados o lejanos en el espacio. Un precioso color que ya nadie tenía a menos
que fuera artificial. Apretaba los dientes, tensando la mandíbula. El gesto lo
hacía ver casi hostil, pero a Miguel sólo le decía que estaba teniendo uno de
esos días malos, así que naturalmente no quería que lo jodieran. Todos tenían
días malos en los cuales no querían ser jodidos.
-Ya sé que no -dijo Emma-. No es por eso. Es que no me sale
estar con mucha gente.
-Che, si les hablás de música por ahí alguno enganchas.
-No, no importa. Está bien. No es la primera vez que escucho
esas cosas. Si es lo que piensan entonces no hay nada que pueda hacer para
cambiar su opinión, incluso si voy de todo amistoso con ellos.
-Y bueno, pero tampoco te haría daño.
Emma murmuró algo entre dientes que Miguel fingió no
escuchar en lo absoluto, aunque la verdad ni siquiera estuvo seguro de haberlo
oído bien. Le sonó a "sí lo haría." Fuera lo que fuera, el modo en
que su amigo lo dejó salir lo disuadió de seguir en el tema.
La indiferencia acabó reemplazando a la desaprobación entre
sus compañeros. De ahí que Miguel fuera el primero en notar la diferencia. Le
tomó un tiempo caer en cuenta de en qué consistía, pero en cuanto lo hizo ya no
fue posible omitirlo. La tensión secreta de sus músculos dejó de funcionar como
si nunca hubiera existido. Sus movimientos tenían una despreocupación y
ligereza nuevas. Estaba mejor, mucho mejor que antes, decía.
En otras circunstancias le habría alegrado el hecho. No
sabía qué era exactamente lo que le tenía mal antes, pero sin duda era algo
constante y tener que librarse de ello debía ser motivo de celebración con
todas las de ley. Sin embargo Emma, igual en ese sentido, se negó a una cita
para beber después de su turno.
-Ya he quedado en hacer otra cosa, perdoná -le contestó
mientras los dos estaban al frente del restaurante, esperando a que el tráfico
se detuviera.
Acababan de salir del turno de mañana y el cielo presentaba
un apacible tono verdoso. Miguel dio cuenta de otra diferencia: Emma apenas
hacía contacto visual.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó.
-Al cine -dijo el otro, sonriendo-. Tengo la entrada
reservada desde hace un montón. Me muero por verla.
-Me jodes. ¿Cómo podés ir todavía al cine?
A él se le hacía una idea difícil. Habiendo tantos
dispositivos disponibles para imitar la experiencia del cine ¿qué necesidad
había de gastar tanto crédito para una sola película?
-Hace mucho que no voy -agregó Emma como si eso fuera motivo
suficiente.
Parecía bastante ilusionado con la perspectiva, de modo que
Miguel decidió dejarlo. No se dio cuenta de que su amigo estaba observando al
otro lado de la calle hasta que recibió sólo silencio en respuesta a su
comentario sincero.
-Lástima. Me hubiera venido bien la cerveza -Lo vio. Su
postura había cambiado a una atenta-. ¿Qué miras?
Pero no hizo falta que Emma le respondiera porque, tras
pasar un automóvil volador fucsia, lo vio por sí mismo.
-El tipo del libro -dijo, reconociendo el peinado anticuado
y las lentillas rojas. Si no fuera por esos dos detalles nunca lo hubiera
diferenciado de entre el resto de los clientes que iban a La Cacerola. Hizo la
conexión entre la mirada de Emma y el hombre trajeado que esperaba en la esquina-.
Ah, ¿con él vas a ir? Qué buen trepador has resultado vos.
Porque si por la ropa sola hablaba, el tipo tenía que salir
del centro. Algún ejecutivo de algún tipo. Emma no le respondió. Tuvo la
impresión de que sus palabras ni siquiera le habían llegado. Bueno, eso seguía
igual por lo menos. La ola de automóviles se detuvo finalmente. Hubo un momento
de paralización. El hombre los vio al mismo tiempo y levantó la mano, afable.
-Nos vemos después -dijo Emma, rozándole la mejilla con los
labios.
-Chau, loco. Cóbrale bien a la mañana.
-Vete a la mierda -le respondió, volteándose.
A continuación se metió en medio de los vehículos hasta
llegar al otro lado. Miguel todavía tenía que esperar a que lo buscaran sus
padres, de modo que se quedó a ver el curioso encuentro. ¿De qué manera se
habrían conocido? El hombre puso una mano en el hombro de Emma, guiándolo a
otro sitio. Quizá uno más privado. A lo mejor si estaba cobrándole.
Suponía que estaba bien. Había peores maneras de ganar
crédito.
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No protestó por el gesto de inmediato. Él tampoco quería que
Miguel los viera. En cuanto pudo echar una mirada por sobre el hombro sin
vislumbrar a su compañero, se soltó de la mano enguantada.
-¿Qué estás haciendo aquí? Todavía me queda un día.
-Es un gusto verte también, Emmanuel -respondió el otro
apenas sonriendo.
Emma casi había olvidado su forma de hablar. Hacía que la
conversación tuviera un tono de irrealidad desagradable. Le hacía pensar en
amigos virtuales de programas de computación baratos.
-Pará un poco con la joda. ¿Qué querés?
-Muy bien -aceptó, encogiendo los hombros-. Llegados a este
punto te habrás dado cuenta de que el precio de la pastilla es un poco
diferente de lo usual. Tu crédito está perfectamente a salvo, y podrás disponer
de las pastillas que quieras siempre que cumplas ciertas condiciones.
Emma cabeceó, la vista fija en la acera. Durante el fin de
semana había tenido tiempo de entender la forma superficial del asunto, la
parte que le competía al menos, y asimilar sus consecuencias.
-¿Va a ser de nuevo como el tipo de la tele o ese fue un
caso especial?
Lilliand se le quedó viendo unos segundos.
-Así que lo viste -dijo con calma.
-De pura casualidad, pero sí, lo vi -Detuvo sus pasos.
Lilliand continuó un poco y luego se giró-. ¿Y bien? ¿Esto va a empezar a ser
habitual o fue cosa de una sola vez?
-No puedo decir que sea siempre igual, pero sin duda no será
el último. Sin embargo -agregó, acercándose-, no puedo forzarte a tomar ninguna
acción. Depende de ti continuar o no con esta empresa.
El zumbido de los automóviles a su costado, de nuevo en
movimiento, reemplazó al silencio.
-Si digo que no me interesa aquí se acabaría todo, ¿no? Eso
dijiste la otra vez. Y chau pastillas.
-Así es -dijo el otro con una voz tranquila y pesada.
Como una computadora. Emma irguió la cabeza. No era en lo
absoluto complicado entender por qué Miguel podía suponer que se le vendía. Ni
siquiera ahora a Emma se le hacía comprensible el por qué no era así.
-Explícame algo, que no entiendo. ¿Por qué no lo hacés vos?
Si la querés a esa gente muerta no veo para qué hace falta esto.
-Necesito que sean personas como tú quienes lo hagan.
-¿Como yo? -dijo, casi mofándose-. ¿Y cómo sería la gente
como yo? ¿Los que apenas tienen para vivir? Eso es una mierda aprovechada,
boludo.
-No, gente que necesita la pastilla -Lilliand lo miró
directo. Emma no supo interpretar qué había más allá del rojo, pero de alguna
manera le pareció más oscuro que antes. Le puso incómodo-. No puede ser de otra
manera. ¿Puedo contar contigo, Emmanuel?
-Dejá de llamarme así -fue lo primero que salió de sus
labios. Quizá lo único que podía hacer mientras se le ocurría qué responder a
la verdadera cuestión-. No me gusta.
-Ese es tu nombre -repuso Lilliand, confundido.
-Soy Emma -Suspiró, cruzando los brazos-. Si vamos a seguir
con esto, decíme Emma.
-De acuerdo. Emma -dijo Lilliand, asintiendo para sí.
Frunció el ceño-. Es curioso. Las únicas Emmas que he conocido han sido
mujeres.
-¿Y qué querés que haga si siempre me han llamado así?
-Entiendo -Lilliand se hizo a un lado de la acera, dándole
la espalda al tráfico. Los autos voladores agitaron un poco el final de su
larga chaqueta negra, haciéndola abrazarse a las piernas-. ¿Continuamos
entonces?
Mañana iba a empezar a desvanecerse el efecto. No tenía otra
opción. Emma se puso a la par del otro hombre y comenzaron a caminar. Al pasar
de largo la calle que los conduciría al subterráneo, cayó en cuenta de algo.
-¿Para dónde estamos yendo?
-La estación de ómnibus -dijo Lilliand sin volverse-.
Tenemos que tomar el que sale a las 3. El siguiente objetivo está ahí.
Emma quiso preguntarle si era adrede esa forma de hablar
como máquina, llamando a la gente "objetivos" pero acabó prefiriendo
cerrar la boca. Por lo que él sabía Lilliand bien podía ser un androide. ¿No
decían que en China e Inglaterra se calculaban tres robots por cada habitante?
Los mayores productores, una afiliación de Anonymous, se enorgullecían de
imitar cada vez mejor a los seres humanos. Quizá él fuera uno de esos orgullos
ambulantes. En todo caso había algo en el rubio que no acababa de encajar y no
era sólo por la generosa cantidad de preguntas sin respuesta, ni siquiera la
pronunciación perfecta sin acentos innecesarios. Era algo... como el dolor de
cabeza generado por la escritora. Existía, obviamente, pero ponerle palabras
precisas y concretas iba más allá de su capacidad.
Dejó que lo guiara hasta la estación en silencio y luego
pagara dos boletos con su propia tarjeta. La hora pico había pasado y no muchas
personas tomarían el transporte con ellos. Para lo que sea que fueran a hacer
ahora esa sin duda sería una circunstancia conveniente a sus fines. Buscaron un
asiento en el segundo piso. Las sillas inteligentes, sabiendo que venían como
acompañantes, se acercaron la una a la otra. Emma se preguntó si un cono de
silencio doblemente grande saldría del techo si lo convocaban. Nunca había
estado en el segundo piso. Excepto porque ahí el techo era una representación
del mar azul (con sus propios peces flotantes), no era tan diferente del inferior.
Al sentarse, Lilliand volvió a colocar el portafolio sobre
sus piernas. Emma se acomodó en el lado que daba a la ventana y vio los
edificios pasar. Hubiera preferido echarse a disfrutar de ese espectáculo, pero
sabía que iba a ser imposible. El "objetivo" esperaba. Curiosamente
una parte de sí agradecía la presencia del rubio. La última vez había estado y
se había cagado del miedo pensando que cualquier fuerza de la autoridad se le
caería encima. Casi fallaba en la tarea porque no tenía idea de qué estaba
haciendo ni para qué. Ahora por lo menos tenía una idea del para qué. Lo que no
quería decir que le gustara, pero era mejor que antes.
Lilliand se enderezó en su asiento, elevando el mentón sobre
el nivel de los asientos. Estaba buscando a alguien y aparentemente no le costó
mucho encontrarlo. Emma abandonó la pose relajada, imaginando lo que seguía.
-¿Ves a aquel joven que consulta su teléfono celular? -preguntó, señalando con la barbilla.
"¿Quién mierda dice teléfono celular en lugar de
Anon?", pensó Emma. En la dirección en que Lilliand apuntaba había tres
hombres. Todos con las cabezas inclinadas sobre la pantalla en sus manos,
ninguno con conos de silencio.
-¿Cuál?
-El del centro -Emma lo encontró.
Ese parecía ser el más cercano a su edad. La ropa
deslumbrante de marca y el hecho de que llevara puestos unos lentes de conexión
bluetooth lo distinguían rápidamente. El joven seleccionó algo en su aparato,
encendiendo las luces azules en sus lentes antes de ver al frente sin mirar
nada. Debía estar revisando sus cuentas en las redes sociales, o al menos lo
permitían suponer los gestos de estar escribiendo comentarios que hacía en el
aire. Se estaba sonriendo por la imagen que sólo él recibía.
-Ya. ¿Qué pasa con él?
-Tiene la mochila a un lado de su asiento -le indicó
Lilliand-. Tráela aquí.
-¿Estás piolo vos? -saltó Emma. Volteó a los dos rincones a sus
espaldas, cada uno con su propia cámara de seguridad de vista panorámica.
Quienes las estuvieran controlando podrían ver el salón entero de una sola
vez-. Sí, estás piolo si pensás que voy a hacerlo.
-Esas cámaras llevan semanas inutilizadas -dijo Lilliand
plácidamente-. Un hacker ocioso se metió en el sistema y las apagó. Nadie se ha
molestado en repararlas hasta ahora. Los únicos testigos potenciales son el
resto de los pasajeros, pero yo diría que están muy ocupados para prestarte
alguna atención.
Emma volvió a inspeccionarlas. Desde esa distancia parecían
estar funcionando normalmente pero ¿el qué sabía? Sus mayores conocimientos de
tecnología terminaban con el uso de los bunnys.
-¿Y cómo sabes que no las han reparado desde entonces?
-El mantenimiento de los ómnibus no se realiza hasta el
final de su turno, a la medianoche. Lo he comprobado esta mañana -Lilliand
empezó a sacar su tarjeta de crédito. Emma recordó la impresión que le causó
ver que era una platino, reservada sólo para gente que podía permitirse vivir
en pleno centro. Se sorprendió al ver que el nombre escrito en relieve no era
el del rubio-. Se lo quité a un ladrón que había robado aquí. Como ves, a
ninguno de los dos nos cayó alguna represalia.
-Hijo de puta... -dejó escapar Emma.
De pronto quiso reír y se tapó la boca. Definitivamente no
se había esperado eso. Lilliand se sonrió.
-De modo que no habrá problema si te acercas y la tomas
-concluyó, guardando su botín.
Emma miró a los otros pasajeros. En total no formaban más de
ocho, contándolos a ellos, y parecían concentrados en sus propios asuntos.
-¿Y si me atrapan qué? -preguntó, todavía inquieto-. ¿Me
jodo yo, no?
-Si te llegan a ver, cosa que no creo, te ayudaré.
No le creyó ni por un segundo. Lo dejaría a su suerte
porque, naturalmente, él era el único que tenía todo por perder. Él era el de la
necesidad y esa era la demanda. Uno no sucedería sin lo otro. Si quería la
bendita pastilla...
-Bien.
Jamás había robado antes. Imaginaba que en el peor de los
casos le darían a pagar una multa por tentativa de robo. Ignoró el latido
palpitante en sus manos y la súbita sensación de calor subiendo por su rostro.
¿Qué tan difícil podía ser? Miles de robos se sucedían a diarios, ¿no? Sólo se
trataba de una mochila que de todos modos nadie estaba mirando. Podía hacerlo.
Se levantó, sintiéndose mareado. Miró a Lilliand una última
vez y este no encontró mejor forma de adelantarlo que cruzar las dos manos
sobre su regazo, como si dijera "aquí espero." Hijo de puta. Emma
inhaló y respiró. Comenzó a caminar manteniendo la vista fija, quizá demasiado fija,
en la cabeza del joven con lentes. Ahora se reía en un tono bajo, privado, de
algo que leía en el aire. Las zapatillas camaleón, brillantes y de rígidas
formas geométricas raspaban ligeramente la alfombra sobre la cual se
arrastraban en un secreto ritmo. Tenía puestos también un par de auriculares
inalámbricos. Parecía un simple joven con un buen crédito pasando el tiempo
hasta llegar a destino. Para nada como el hombre de la corbata estrellada,
consumido y gastado a primera vista. ¿Por qué lo habría escogido Lilliand
entonces?
No tenía tiempo de preguntar esas cosas. La mochila estaba
en el suelo, a centímetros de sus pies. Se inclinó, incluso antes de acercarse
al respaldo del asiento. Sólo tenía ojos para ella. Estaba seguro de que si los
apartaba, aunque fuera un miserable segundo, para asegurarse de que nadie le
prestaba atención activaría alguna clase de alarma y sería su fin. Estiró la
mano, consciente de que podía escuchar el tema musical por el que el joven
bailaba sin moverse y no se oía a sí mismo porque apenas respiraba. Cuidado,
cuidado.
Su mano envolvió suavemente el contorno de una de las
agarraderas. Por un momento quiso retirarla de un tirón, pero retuvo ese
impulso. La mochila podía rebotar en el asiento o el movimiento alertar al...
objetivo. Lo mejor era arrastrarla hacia atrás hasta que saliera del alcance
del joven y luego alzarla. Así lo hizo, pendiente de la alegría y distracción
ajena en el asiento. Se enderezó con la mayor naturalidad posible, colgándosela
al hombro. Quedó de pie con la mochila robada, esperando que alguien saltara,
le pusiera la mano en el hombro y dijera "¿qué andás haciendo, pibe?"
Apenas se oía el sonido vago de unas teclas siendo
presionadas. Poing, poing. En un volumen bajo. Sin duda el joven no se había
enterado de nada. Vio a su alrededor. Nadie se había enterado de nada. Perfecta
calma en el ambiente. Sólo la mirada burlona de Lilliand como único
reconocimiento a su existencia. Se ajustó nuevamente la mochila, percibiendo el
peso ligero, antes de encaminarse a su asiento. No se la quitó de encima al
llegar: se dejó caer en su lugar con todo su peso, respirando fuerte,
aplastando el contenido contra su espalda. Limpió confundido unas gotas de
sudor frío en su labio superior.
-Ábrela -dijo Lilliand, pasados unos segundos. Emma le
escupió aire por la nariz antes de realizar la acción-. Adentro debe haber una
laptopt -Sí, la había. Una tan delgada que parecía una tablet cualquiera,
ligera y de suave tacto, como goma peluda, a prueba de golpes y resistente a un
gran peso. Estaba decorada con un motivo del espacio exterior, con vistas de
planetas naranjas y rojos. El símbolo de la mosca negra estaba en un costado
superior-. Abre la ventana y arrójala por ahí.
-¿Para eso me hiciste tomarla? -le preguntó entre susurros,
aunque Lilliand hablaba en su tono normal-. ¿Para perderla nada más?
-Ese es el plan.
-Estás piolo -se empecinó Emma, abriendo la ventana aun así.
El cristal se deslizó
suavemente siguiendo su dedo. Esa parte era más simple. ¿Cuántas veces la gente
se deshacía de la basura de esa manera, pese a los recogedores que pasaban
limpiando la alfombra a su paso? Le dio un poco de pena el aparato, pero finalmente
lo dejó ir con una sensación de alivio. Un auto iba a estrellarlo, capa
protectora o no, o impactaría contra el suelo. De cualquier modo ya no era su
problema.
Cerró la ventana y volvió a sentarse. Reconoció las
palpitaciones en sus sienes como el principio de la jaqueca y apretó los
párpados, las manos, rogando porque sólo quedara en el principio. No podía
venirle de vuelta. No después de lo que acababa de pasar. Un día libre, un día
libre para ir al cine por primera vez en mucho tiempo y pasarlo bien. Era su
recompensa.
Abrió los ojos, viendo doble por unos segundos y luego al
piso tal como era, silencioso y tranquilo a esas horas generalmente reservadas
a la siesta. Ya podía volver a respirar. Levantó una mano para apartarse el
cabello negro de los ojos cuando se dio cuenta de que la mochila había
desaparecido. Miró a su costado a tiempo de ver a Lilliand cerrando su
portafolio. Ese portafolio negro lleno de secretos como su dueño.
-¿Es cierto que tenés un libro? -preguntó de pronto.
Se le acaba de presentar la imagen de Julia queriendo pescar
una visión más clara de lo que tenía definido por verdadero. Un libro de papel,
no un ebook con cubierta de libro.
-No sé a cuál te refieres.
-Libro, en el sentido arcaico de la palabra. De una sola
historia, papel y tinta. Una compañera del restaurante dice que te vio con uno.
-No suelo cargar libros conmigo -dijo Lilliand, inclinándose
a un lado para llegar a un bolsillo de su abrigo. Estuvo rebuscando ahí unos
segundos hasta sacar un pequeño rectángulo negro-. ¿Es posible que se refiriera
a eso?
Al principio Emma quiso tomarlo por un organizador blanco
dentro de una anticuada funda negra, pero la cinta de seda negra colgando
debajo desbarató ese engaño. Se trataba de una libreta en perfectas condiciones,
hojas rayadas formando una docena de líneas oscuras.
-¿Qué carajo hacés? -soltó entre dientes, tirándole la mano
hacia abajo con la suya. Comprobó a las personas. Seguían indiferentes a cuanto
sucedía entre ellos-. ¿Pero qué mierda te pasa a vos? ¡No podés andar mostrando
papel de verdad por ahí! ¡Te van a matar para robártelo!
La cara de Lilliand no podía haber mostrado mayor
perplejidad.
-¿De verdad la situación es tan mala aquí? -preguntó,
frunciendo el ceño-. En Italia las libretas costaban una fortuna, pero la gente
las usaba libremente.
-Italia es Italia, aquí es aquí -dijo, acelerado. Cayó en
cuenta de adónde exactamente tenía su mano y la sacó de ahí-. Haceme caso y
guardá esa cosa si no querés problemas.
Lilliand puso la libreta en un bolsillo interior de su
chaqueta, cerca del pecho, lo más cerca posible de sí mismo para evitar
asaltos. Bien, al menos sabía cuidarse solo puesto sobre aviso.
-Mierda, vos... -dijo Emma, revolviéndose el pelo. Sacar la
libreta así por las buenas había sido como ver a alguien sacar un arma cargada
y apuntar a su cabeza-. ¿Hace cuánto que no venías a Argentina vos? Desde hace
tiempo que el papel es un imposible.
-Veinte años, más o menos.
Un año más o menos antes de que él naciera.
-Con razón, boludo... -Suspiró.
Para su sorpresa, Lilliand imitó su exhalación.
-Algunas cuestiones se me siguen escapando.
Emma se negó a pensar lo obvio: que eso parecía frase de
androide. Se negó a hacerlo porque ¿qué más daba, realmente? En vista de lo que
le pedía a cambio de un pequeño milagro blanco ¿a quién mierda le importaba?
-No importa -dijo para calmarlo. Apoyó ambos brazos sobre
las rodillas. Miró al joven de los lentes. Todavía en lo suyo-. ¿Me vas a decir
para qué carajo hemos hecho eso o qué?
Lilliand no le respondió de inmediato. Quizá vacilaba entre
revelarle ese hecho o dejarlo como misterio. Al hablar su voz tenía el dejo de
aburrimiento de quien se resigna a un constante mal clima.
-Su nombre es Julio Benítez. Tiene una relación de enfermiza
dependencia hacia sus aparatos electrónicos. Ya no puede ver nada a menos que
lo haga a través de una pantalla o formación holográfica.
Emma se quedó en silencio. No le veía nada diferente al tal
Julio respecto a cualquier chico con crédito para pagarse los aparatos. Si
gastaba en ellos y le causaban satisfacción encontraba de lo más natural que
quisiera usarlos. Pero, una vez más, ¿qué podía él saber de lo que pasaba
cuando hacía algo más que estar sentado en el ómnibus, ni siquiera pendiente de
lo que sucedía al lado? Quizá Lilliand, con esas investigaciones que ya le
ponían los pelos de punta, había pescado la nota discordante como ya lo hizo
con el hombre de corbata estrellada. Mejor olvidarse de ello.
Había cumplido con su parte. Ahora nada de lo que sucediera
con ese chico le concernía.
-¿Qué haces con la libreta? -preguntó apartando la mirada.
Lilliand le dirigió una sonrisa irónica. Emma se encogió de
hombros. Era una pregunta válida. Nunca había conocido a nadie que fuera dueño
de un pedazo de papel sólido y real. Sólo los había visto en las vidrieras de
tiendas de antigüedades, junto a modelos antiguos de teléfonos antes de
Anonymous y pinturas de cielo azul. Incluso el papel para envolver regalos no
era tal sino una cuidadosa unión de microchips de colores programables.
-Anotaciones. Me sirve para recordar.
-Vos... ¿escribes en esa cosa? -Le sonaba a usar bloques de
oro para detener ventanas. Raro-. ¿Por qué no usas el Anon para eso?
-No tengo un Anon -repuso Lilliand, tan pancho, a ojos de
Emma.
Él no podía creerlo.
-¿Cómo es eso de que no tenés Anon? ¿Cómo le haces?
-No es ninguna hazaña. Es sólo que preferí prescindir de
ellos cuando otro hacker ocioso espió en mis archivos y decidió eliminarlos.
Con una libreta al menos estoy seguro de que eso no pasará a menos que me la
quiten de las manos.
-No habrás tenido un buen programa de respaldo -dijo Emma,
sintiendo que debía defender la utilidad de un Anon- o un buen antivirus para
empezar. Podrías haber descargado uno mejor.
-Entonces un mejor hacker habría salido a escena. Prefiero
no arriesgarme. Esos archivos que perdí significaban varios años de trabajo.
-¿Trabajo como esto que hacemos? -preguntó a continuación,
casi deseando no saber la respuesta.
Lilliand se tomó unos segundos para contestar con simpleza,
como si no tuviera mayor importancia.
-Relacionado, sí.
Emma se echó atrás en su asiento. Todavía tenía preguntas
que hacer respecto a desde hace cuánto tiempo llevaba trabajando de esa manera,
cuántas personas como él necesitadas de los inhibidores hubo, pero mantuvo la
boca cerrada. Suficiente tenía con procesar su primer robo. Pasó el resto del
viaje observando el techo.
Algo que siempre me ha gustado es el choque de generaciones tan evidente entre Emma y Lilliand. Me hace demasiada gracia la estupefaccion de Emma cuando el otro le dice tan pancho que no dispone de la sofisticada tecnologia (anons, laptops, etc) y creo que francamente este es un detalle genial para construir de a poco la caracterizacion de ambos: Lilliand como un caballero old fashioned y Emma como el tipico jovencito moderno que se escandaliza al ver las antiguedades.
ResponderEliminarExcelente relato :3 siga adelante!
Un besote!